Decía Einstein que el signo más claro de demencia es hacer algo una y otra vez y esperar que los resultados sean diferentes. Es un signo de que, por un lado, nos negamos a aceptar la realidad y tratamos, por otro, de adaptarla a una idea preconcebida. Son los prejuicios, pensamientos que hemos adoptado y que están basados en creencias y no en hechos demostrables, o en experimentos. Es algo que todos hacemos en mayor o menor medida, queremos creer en algo e intentamos que los hechos nos den la razón, y cuando no lo hacen, seguimos empecinándonos en nuestra creencia y dejamos de lado la realidad, buscando “señales” que nos avalen.
La piedra quieta cría moho, pero el moho no es bueno per se. El moho anquilosa nuestras neuronas (en el caso del alzheimer, literalmente, pues esta enfermedad está producida por la acumulación excesiva de la proteína mieloide en nuestros cerebros). Sin llegar a extremos patológicos, y hablando aún metafóricamente, el moho serían las costumbres, los patrones de pensamiento, los dogmas de fe y lo que nos creemos porque sí, porque nos lo han contado y simplemente lo aceptamos. O lo que elegimos creer porque resulta sencillo y explica rápida y superficialmente aquello que no entendemos.

Hoy en día las grandes religiones mantienen sus cuotas de poder: en cabeza el cristianismo, con 2100 millones de seguidores repartidos por los cinco continentes, el islam, con 1300 millones, el hinduísmo, 870 millones, el confucionismo-taoismo, con 405 millones, el budismo, 378 millones, etc, etc.
La colección Schøyen, acumulada en Oslo por el empresario noruego Martin Schøyen es la mayor colección privada de manuscritos del mundo, con 14.000 piezas, algunas de 5000 años de antigüedad. Hay en ella una tabla de arcilla en la que se cita una recopilación de dioses sumerios: Hendursanga, Enlil, Nergal, Nanna-Zabalam, Ninebgal, Inanna, Ninlil, Utu… Deidades en cuyo nombre se legisló y se organizó la sociedad. Los asirios adoraban entre otros a Enki, dios del agua dulce, hace 2800 años. Los egipcios, entre muchos más, a Osiris, hace más de 3000 años. Según el filósofo americano Kenneth Shouler (The Everything World’s Religion Book), deben haber existido unas 4200 religiones diferentes en el mundo. Y eso sin contar a los neandertales, que también tenían las suyas.
Según el eurobarómetro de 2010, el 51% de los europeos cree en un dios, otro 26% cree en alguna clase de “espíritu o fuerza vital” y un 20% es ateo. El ateísmo era hace 10 años mayor en Francia (40%), República Checa (37%) y Suecia (34%), pero seguía siendo residual en países como Grecia (4%) y Rumanía (1%).

Pero el declive de la religión sobre todo en occidente provoca que muchas personas que no aceptan los viejos dogmas, o que ven claramente los mecanismos de control social de las grandes creencias, busquen otro tipo de explicaciones metafísicas de la realidad. Me refiero a las pseudociencias y a las creencias “paranormales”. Es decir, me niego a creer que Dios crease el mundo en siete días, y mucho menos que “sacase” a la mujer de la costilla de Adán (¿habría que explicar la Biblia desde la “perspectiva de género”?), pero acepto sin pestañear que unos “cristales”, o unas “constelaciones familiares”, o el “zodíaco”, o el tarot, o las flores de Bach, o la ouija, o los rituales de brujería, o el chamanismo, tienen las respuestas que las “religiones oficiales” ya no nos brindan. Como dicen los niños, cierra la tapa del váter, que se va el dinero.
“Religiones” no oficiales más modernas, como la hipótesis de los antiguos astronautas, rizan el rizo añadiendo a las explicaciones metafísicas (los extraterrestres nos visitaron y nos dotaron de tecnología para construir las pirámides), las teorías de la conspiración: los “intereses de consorcios transnacionales que sirven al nuevo orden mundial, regido por el grupo de Lindbergh”, que sólo permiten difundir lo que a ellos les interesa para continuar ejerciendo el dominio de la población. Teorías de corte científico, como la de que los ingredientes básicos de la vida llegaron a la tierra en los meteoritos, son aprovechadas sin pudor en el magufo pseudocientífico de la panspermia, según la cual la tierra fue “sembrada” con vida, probablemente en forma de algas verde azuladas, por especies extraterrestres inteligentes. Como nada se puede demostrar, todo vale.

Mucha gente está dispuesta a ver caras en las paredes (esto se llama pareidolia: un fenómeno psicológico consistente en el reconocimiento de patrones significativos (como caras) en estímulos ambiguos y aleatorios. Por ejemplo las caras de Belmez), pero se revuelven contra ti con agresividad si les dices que también hay una explicación científica para eso. Te sueltan cosas como que “la ciencia es el nuevo dogma”, o “la nueva religión”, ignorando el hecho de que en ciencia no hay dogmas ni verdades absolutas. Argumentan que el hombre no sabe nada, y cuando les das la razón, porque lo ignoramos casi todo, vuelven a aferrarse a la visión metafísica de la realidad.

Si, como decía Bakunin, la religión es la proyección del temor primigenio del hombre de las cavernas a la noche y a lo desconocido, ¿por qué todavía hoy, cuando el ser humano ha llegado con un artefacto al cinturón de Kuiper, tantísima gente prefiere las explicaciones preternaturales a las científicas? ¿Porque son más fáciles de entender? ¿Porque no exigen un esfuerzo intelectual para aceptarlas? ¿Porque sólo es necesario estar dispuesto a creer? El peligro de tragárselo todo es que enseguida aparecen los vendedores de parcelas en la Luna. O en Próxima B, que está bastante más lejos y lo han descubierto hace relativamente poco.
Antonio López del Moral
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